Diario del Monte - Vida interna
- Myr Coh
- 26 jul
- 2 Min. de lectura

El pasto cruje bajo mis pasos.
La helada parece polvo de luna sobre las hojas.
Tiritando, me pongo en marcha.
Subo por el arroyo, en la quebrada rodeada de sierras.
Al entrar al sendero, mis pasos se alivianan.
La energía se acumula entre las serranías y me empuja hacia arriba.
Me muevo sin esfuerzo.
Frente a la cascada de Pasos Malos, dejo la mochila y me paro en una piedra. La humedad del arroyo y el día nublado son, en este clima seco, una bendición.
Algo mueve mis brazos desde la planta de los pies: movimientos lentos, suaves, circulares.
Tai chi.
El sonido del agua que corre me atraviesa.
Respiro desde el ombligo, donde estaba el cordón umbilical.
Ahora ese cordón me une a la naturaleza.
Inspirar, suspender. Espirar, sedimentar.
El aire entra como un hilo fresco por la nariz y baja, lento, hasta el ombligo.
Allí se expande y enciende una brasa.
Se detiene un instante, rozando las paredes internas.
Al exhalar, la brasa se vuelve río: fluye hacia abajo, acaricia la pelvis, se derrama por las piernas y, a través de las plantas, regresa a la tierra.
Me queda un cosquilleo de calor bajo la piel.
Un día sigue a otro día. El tiempo se suspende en este espacio serrano.
Me veo desde el futuro y sé que es un momento especial.
Todo el dolor del mundo se va curando en la soledad del monte.
En alguna parte, el I Ching dice que una puede elegir entre salir a luchar como una heroína o retirarse del mundo y cultivar la vida interna.
Supongo que todo depende del tiempo y el espacio
Hoy sigo el retiro del monte.
Me repliego para juntar fuerzas.
Vuelvo al trote por la pampita verde que bordea el arroyo.
Cada tanto me detengo a mirar el valle entre nubes.
El amor precisa los pies hundidos en la naturaleza.
Los titanes del cielo —Plutón, Urano y Neptuno— alumbran tiempos de cambios.
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