Diario del Monte - Agosto
- Myr Coh
- 27 ago
- 5 Min. de lectura


Diario del Monte. Agosto en Casalinda
Amanezco a las siete con el hocico tibio de Tita sobre mi cara.
Hace más de dos meses que no nos vemos.
Ella viene desde Buenos Aires, de madrugada, salta del auto y corre hacia la puerta de la casa como si nunca se hubiera ido.
Cuando me encuentra, no salta ni ladra: esconde la cabeza entre mis piernas y nos quedamos así, quietas.
Ayer se fue la última mujer que había extendido su estadía después del retiro. La casa vuelve a silenciarse.
Tita se acuesta a mis pies. Yo me dejo caer, rendida.
El retiro se siente como un nuevo comienzo.
Diecisiete mujeres, entre veintiséis y setenta y siete años.
Al atardecer del primer día, ya somos comunidad.
Van llegando una a una.
El jueves por la noche, cuatro mujeres viajan en el avión de la noche. Normita las recibe con una sopa tibia de calabaza y jengibre.
El viernes por la mañana, las viajeras de Buenos Aires y Mar del Plata comparten el desayuno: pan de arroz yamaní, ricota, dulce casero de ciruelas que preparó mi amiga Mariana, granola y frutas frescas.
Al mediodía, las cordobesas que cruzaron las Altas Cumbres se suman al grupo. Dos amigas, con la hija de una y la conductora que las acompaña, bajan en Casalinda como si fuesen familia. Se sientan alrededor de un plato macrobiótico: arroz yamaní, porotos negros con algas kombu, verduras cocidas al wok y ensalada de radicheta que me trajo Dominga de su huerta. De postre, manzanas asadas con canela, clavo de olor y cardamomo llenan la cocina de un aroma dulce y especiado.
Por la tarde, chi kung. El cuerpo se sacude, las articulaciones se desbloquean, los tendones se estiran. Caminamos por el monte. Cada una busca un palo para practicar al día siguiente. Se dispersan entre algarrobos, cocos y quebrachos blancos, solas, de a dos, de a tres, y muestran los palos elegidos como si se estuvieran probando ropa.
Por la noche, la casa estalla en una fiesta inesperada: guitarra, bombo, voces sueltas, risas, baile.
Las historias se despliegan como un hilo invisible.
La madre que llegó angustiada porque su hijo dejaba la casa justo ese fin de semana. El último dia nos dice que recuperó la alegría.
La docente de teatro que vende cosmética natural, con pelo canoso abundante, ojos vivaces, por la noche baila con swing al ritmo de bombo y maracas un tema de la Delio Valdez. Vino con su hija clarinetista, con la esperanza de que las prácticas abran un camino de alivio y energía.
La clarinetista, veintiséis años, descubrió de niña su vocación. En su familia nadie toca, pero ella siguió ese pulso propio. Hoy integra dos bandas y canta con una voz que llena el aire. Después de comer se sienta con las cordobesas y la médica a pintar mandalas. Antes de irse me regala un librito con su oración budista, que guardo en mi mesa de luz.
Su mamá me dice el último día, emocionada, que lo más valioso es ver a su hija reír, cantar, disfrutar otra vez, como si el tiempo se hubiera detenido en ese instante.
Su amiga, escritora e intelectual, se sienta en la ronda de despedida y comparte su gratitud: esos días le permiten cultivar otras dimensiones de sí misma, el contacto con la tierra y con el cuerpo, la paz que nace, la fuerza de una comunidad de mujeres.
En la ronda, la médica sonríe. Trae la guitarra y nos hace cantar. Trabaja en dos guardias en Buenos Aires, está cerrando una etapa y aún no sabe cómo será lo nuevo. Dice, liviana, que ser médica es una profesión como cualquiera.
Dos nómadas, mujeres de treinta y pico, cruzan las Altas Cumbres con la curiosidad intacta. Buscan en el chi kung un nuevo lugar, un espacio por descubrir. Su andar ligero parece ya un anticipo de la práctica.
Las dos marplatenses, acostumbradas al mar, su humedad y vaivén, se adaptan a la sequedad y la quietud de las sierras.
Una trabaja en un refugio para mujeres y ofrece talleres de salud sexual.
La otra, jubilada docente de sesenta y cinco años, se sumerge con dedicación en cada práctica de chi kung, anotando todo. Ojos celestes como el mar, piel fuerte y curtida —“nunca me pongo cremas”, dice riendo— , sonrisa juvenil que refleja su sol y ascendente en Libra.
Desde Buenos Aires llegan dos amigas de toda la vida. Una ya conoce Casalinda de retiros anteriores. En ese tiempo, a su compañero —docente, intelectual— le diagnosticaron una enfermedad degenerativa. La veo desde hace años atravesar paso a paso ese proceso, con valentía, rearmándose con el sostén de sus afectos.
En el encuentro por Zoom, una semana después del retiro, cuenta que las prácticas y la comida le hicieron bien; vuelve renovada, con un impulso que la acompaña para continuar su rutina con más equilibrio.
Su amiga convive desde hace años con un problema en la columna. Acompañada de su bastón, sigue las caminatas y las prácticas, comparte historias graciosas y anima cada charla con su risa clara.
Otra mujer viaja sola, pero se une a las marplatenses porque se encontraron en el chat grupal. Callada, serena, observa todo con atención. Practica con suavidad y, cuando su voz aparece, es como terciopelo que se desliza por el aire.
También dos amigas de toda la vida, de setenta y siete años, desde Buenos Aires, se suman. Una viene a los retiros desde hace veinte años y ha querido invitar a su amiga para compartir esta medicina que transformó su vida. Es hermoso verlas juntas, la risa que las une y la calma que irradian.
El domingo por la mañana, Normita guía al grupo por el bosque. Muestra los yuyos, dice sus usos, cómo se preparan. Camina despacio, como quien conoce cada planta desde siempre. Más tarde, junto a su hija Mili, prepara la comida. Entre ollas y ramas, se cuela la voz de su madre, la que le enseñó. Normita, yuyera y guardiana de Casalinda.
Y como eco de todo lo vivido, días después aparecen en el chat algunos mensajes:
“Cumpas, buen día. Acá ya en Mardel, quería agradecer la invitación a retirarnos un poco del cotidiano y compartir saberes tan necesarios hoy. Gracias por habilitar otras líneas y revalorizar saberes ancestrales.”
“Me gustó mucho la grupalidad que pudimos ser esos días. La vida nos sorprende y los encuentros también. Gracias, nos estaremos viendo. Abrazo desde la mar.”
“Hoy aprendí, con algunas posturas y en la caminata, que lo difícil y cansador se hace simple y liviano.”
También la madre cuyo hijo se va de casa nos dice: “La experiencia del retiro fue lo mejor que me podía pasar en este momento. Venía de semanas de tristeza y el encuentro me dio una inmensa sensación de felicidad. Me sentí identificada y acompañada. Vuelvo a mi casa vacía, pero bien. Llegaste como una luz en el momento en que más lo necesitaba, y eso fue renovar la esperanza, creer otra vez en mí y en mis posibilidades.”
El retiro no termina en Casalinda.
Sigue en los mates compartidos, en una casa vacía que se vuelve otra, en playas y sierras, en el clarinete, en la memoria de las canciones.
Tita se acomoda a mis pies. El atardecer tiñe las sierras coloradas.
Inspiro el aire helado hasta la raiz.
Mientras tanto, llegan Ceci y Zaira.
Unas se van, otras vienen.
El monte permanece.







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